Caminar la calle con el pulso del fin del mundo
- Omar Brest
- 28 oct
- 3 Min. de lectura
Qué puede cambiar un viaje de cinco días para ver pingüinos en la forma en que uno mira la calle?
A simple vista, diría que nada. Si me lo preguntan rápido, de imprevisto, respondería eso: nada. Porque una cosa parece estar en las antípodas de la otra. Pero ya sabemos cómo funciona esto: los opuestos se atraen, se rozan, se necesitan.
Hace poco emprendí uno de mis tantos viajes a través de la Argentina. Esta vez, a Puerto Madryn. Fui con un grupo de amigos con los que suelo perderme por distintos lugares: comemos, reímos, hablamos de la vida y del paso del tiempo. Y como siempre, algo se enciende en ese momento previo a partir: la fila del check-in, los controles, la espera. Una pequeña combustión interna que anuncia lo nuevo. El deseo de explorar, de sentir, de volver a vibrar distinto.
Eso es lo que más busco en cada viaje: experimentar, ser permeable, dejar que lo desconocido me atraviese. En un país tan vasto y diverso como Argentina, cada kilómetro ofrece otra manera de respirar. Existen otros ritmos, otros rituales, otros colores y olores. Lejos del caos de la gran ciudad, las cosas se mueven con una calma extraña. Hay otros pájaros, otras luces, y en este caso, ballenas y pingüinos.
De tanto caminar Buenos Aires, uno termina apropiándose de ella. La ciudad se vuelve una extensión del cuerpo, una habitación más de la casa. La recorro incansablemente, de acá para allá, buscando algo que no sé qué es, pero que reconozco apenas lo veo. Es un fuego que sube por dentro, una electricidad breve que me recorre las manos, las pupilas, la mente. Click. Y sigo. Como si nada. Como si todo.
Cuando viajo, ese estado se expande. La urgencia se vuelve constante, el ardor es total. Siento que todo me habla. Las luces, las sombras, las texturas, el viento. Todo estalla dentro mío como una tormenta eléctrica. Observar se vuelve una necesidad física, casi animal. Aunque sé que no puedo procesarlo todo, me entrego igual.
Conocer otro territorio me transforma. Me obliga a mirar de otra manera. Incluso cuando busco lo mismo que en Buenos Aires —esa chispa que me enciende— las condiciones cambian. Las veredas se desarman, el asfalto se convierte en tierra, los autos en arbustos, las personas en pingüinos. ¿Qué puedo aplicar de mi experiencia en la calle a este paisaje nuevo, este páramo lleno de viento y sal? La respuesta es sencilla: todo y nada.
Y cuando vuelvo a la calle después de haber estado atravesado por otro territorio, algo cambia. Empiezo a notar otros detalles, otros tiempos. El caos ya no me muerde igual: a veces lo observo con más pausa, a veces con más intensidad. Todo enseña, todo transforma, incluso aquello que no logramos entender del todo, pero que es tan real como los pelos de los dedos, que viven y cantan como los pájaros en las plazas. Las otras calmas me enseñan a respirar en otros ritmos, a entender que hay silencios que también fotografían. Cuando regresé, sentí que caminaba distinto: más pleno, más en armonía, más preparado para seguir buscando. Con otros ojos que ya vieron la inmensidad más absoluta, con pies que tocaron el fin del mundo y se bañaron en aguas que guardan sus propias mitologías. Todo viaje, por breve que sea, te cambia para bien.
Todos los kilómetros recorridos en la ciudad parecen no servir de mucho, pero la mirada sigue activa. Camino entre colonias de pingüinos como si anduviera por la calle Tucumán, esquivando vestidos colgados y fantasmas de tela que bailan con el viento. El azar sigue ahí, como siempre. No sé por dónde va a emerger la ballena, ni qué lado del pingüino me va a regalar la mejor foto. No hay fórmula. Y está bien que así sea.
Lo mío nunca fue retratar lo que está frente a los ojos, sino lo que eso me hace sentir. Fotografiar es interpretar. No es registrar lo evidente, sino traducir lo que vibra. Y esa vibración se mantiene viva, en la calle o en la costa, en el ruido de Corrientes o en el silencio patagónico. Lo importante no es si eso entra o no en la categoría de “fotografía de calle”. Lo importante es sentir el ardor —en el cuerpo, en el alma— cada vez que una imagen se cruza con nosotros.
Fotografiar es dejarse herir un poco por lo que se ve. Permitir que algo nos toque, nos mueva, nos sacuda el corazón. Y quedarse ahí, respirando, antes de volver a apretar el obturador.









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