Un hilo suelto en el tapiz del cosmos
- Omar Brest
- 4 nov
- 3 Min. de lectura
Estuve pensando que responder si alguien alguna vez me pregunta ¿Quién es Verónica Mar?.
La respuesta sería algo así:
Podría decir que es un fractal rodeado de espinas. No las esconde ni las disimula: están ahí, firmes, para custodiar algo sagrado, algo que no se entrega sin una pequeña herida de por medio. Hay belleza en eso. En su defensa natural, en la forma en que esas espinas resguardan el pulso íntimo de una criatura que habita el borde, el límite donde la luz se quiebra.
Durante este tiempo —casi un mes, aunque parezca un destello— compartí con ella muchas cosas: tiempo, kilómetros, trenes, autos, subtes, bares, papel y pluma, risas, sueños, y alguna que otra madrugada de esas que no se olvidan. Y aunque parezca mucho, apenas logré acercarme un poco a ese fractal, a esa estructura infinita que se repite y se expande con cada palabra suya. No es una queja, le diría, sino más bien un privilegio raro, como esos instantes donde el mundo se abre apenas lo suficiente para dejarte mirar adentro.
Verónica no camina como las personas: avanza por la calle como una gacela que conoce su territorio, y en mi casa se movía como un gato —silenciosa, atenta, letal—, capaz de ver lo que los demás no ven, de oler lo invisible. Pero quedarme en eso sería reducirla a una figura o un gesto. Porque además de todo eso, Verónica es una artista excepcional.
Compartimos cientos de kilómetros en esos días en Buenos Aires, y verla en movimiento era presenciar algo elemental. Su modo de buscar, de observar, de entregarse a la deriva del caos, de entretejer realidad y delirio hasta que todo se vuelve uno. Ella no registra el mundo: lo reconfigura. Construye con lo que existe y con lo que sólo vive en su cabeza llena de constelaciones. Tira de un hilo y, en lugar de desatar la maraña, la complica. Pero en esa complejidad aparece su magia. Escucharla hablar es como mirar cómo una tormenta organiza el cielo. Sus ideas nacen del aire, del sol, del perfume leve de las flores, de lo que flota en el tiempo. Es un tapiz tejido con miles de hilos arrebatados de un mundo que sólo existe para ella, un mundo que no puede ser traducido, apenas sentido a través de sus gestos y sus silencios.
A los pocos días dejé de intentar entenderla. Comprendí que su universo no fue hecho para ser descifrado, sino contemplado. Me dediqué a mirar, a escuchar, a dejar que sus palabras me empaparan. Era como estar en un delta, mirando el agua dividirse en brazos infinitos, sin saber dónde empieza ni termina el río, pero con los pies sumergidos en la tibieza justa de su corriente.
Su presencia no pesaba, aunque tenía la gravedad de un planeta. Era liviana como el viento caliente de diciembre, ese que arde apenas, anunciando lo inevitable. Verónica no se impone: te envuelve. Te atraviesa con la misma calma con la que un rayo de sol se cuela entre las persianas. Todo eso —esa manera de tocar el mundo sin romperlo, de encender la materia con la mirada— está en sus imágenes. En cómo compone, en cómo prepara sus fórmulas como una herborista del tiempo y la luz. No hace falta que lo diga: se ve.
En los últimos días de su visita, inventó un juego: cadáveres exquisitos escritos en bares porteños. En esos templos viejos donde el aire está hecho de historias y nicotina, donde cada taza conserva los restos de una conversación olvidada. Ahí, entre mesas rayadas y espejos empañados, mezclamos nuestros universos. Puede sonar exagerado, pero algo se fusionó entre sus palabras y las mías. Un intercambio invisible, una correspondencia secreta. Las frases iban y venían como botellas lanzadas al mar. Y cuando leía sus respuestas, arrancadas de su libreta —esa hojita que todavía guardo en la billetera como un talismán— sentía que algo hacía clic, que por un instante el cosmos se alineaba, y dos fragmentos de realidad se reconocían.
De todo este tiempo con Verónica, me queda la certeza de haber tocado un borde del misterio. Un roce, apenas, pero suficiente para entender que hay personas que existen en un plano distinto, donde la luz tiene otras leyes y el silencio su propia voz.
Y eso, lo sé, lo voy a guardar en algún rincón de mi propia galaxia. Donde laten las cosas que no se explican, pero se sienten para siempre.
Mañana me tocará despedirla.
Quién sabe si será un hasta luego o un punto final. Dejaré esa pregunta flotando, como una hoja en el agua, para que otro día, o tal vez otro yo, se anime a responderla.





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