Cuidar el Bosque
- Omar Brest
- 26 may
- 5 Min. de lectura
Encontrar la propia voz en la fotografía es como encontrar la propia forma de caminar: no te das cuenta cuándo empezó, pero un día sentís que es tuya. Que ya no estás imitando pasos ajenos, que ya no repetís gestos para encajar. Que cada vez que levantás la cámara, algo tuyo, profundamente tuyo, se cuela en la imagen. No hay receta para eso. No hay atajo. Es un proceso largo, lleno de idas y vueltas, de pruebas fallidas, de descubrimientos fugaces que se escapan antes de entenderlos.
La calle, con toda su violencia y su ternura, es un campo fértil para encontrar esa voz. Porque está viva. Porque no espera. Porque no te regala nada, pero te lo da todo si sabés mirar. Es un lienzo infinito, repleto de imprevistos, de instantes que no se repiten, de gestos mínimos que dicen más que cualquier gran escena. Ahí, en ese caos, está la oportunidad de perderse para encontrarse. De confiar en el cuerpo, en la intuición, en lo que uno siente sin poder explicarlo.
Cada uno tiene su manera. Hay quienes planifican, quienes persiguen la luz justa, el momento perfecto. Hay quienes vagan sin rumbo, con la cámara como brújula. Y todo eso está bien, mientras sea honesto. Mientras no se actúe para agradar. Porque lo único que importa, en el fondo, es la fidelidad hacia uno mismo. Es hacer las fotos que uno necesita hacer, aunque nadie las aplauda. Aunque no generen likes ni compartidos. La obra es lo que queda cuando todo lo demás se apaga. Es nuestro bosque sagrado. Nuestro lugar de descanso. El sitio al que volvemos cuando estamos perdidos, para recordar quiénes somos.
Una buena foto puede emocionar, pero una obra coherente, viva, continua, es la que te salva. La que te organiza la cabeza. La que da sentido al archivo, a las caminatas, a las horas de calle sin resultado. Por eso hay que cuidarla. No regalarla. No empujarla a la sobreexposición. Porque las redes sociales —aunque necesarias— muchas veces nos hacen elegir con ansiedad, editar con miedo, mostrar demasiado rápido. El juicio ajeno se filtra y, sin darnos cuenta, empezamos a trabajar para los otros, no para nosotros.
El verdadero camino, creo, está en aprender a escucharse. A confiar en lo que uno ve, en lo que uno siente. Incluso cuando nadie más lo ve o lo siente. Porque ahí empieza a formarse la voz. En ese ejercicio íntimo, casi secreto, de mirar el mundo y devolverle una imagen. Una imagen que no necesita firma ni epígrafe, porque ya habla con nuestra manera de mirar.
A veces, un ladrillo en la vereda puede contar tantas historias como una persona. Y si uno está atento, si uno está presente, ese ladrillo se convierte en mensaje, en espejo, en señal. La foto no es el fin, es apenas la excusa. La obra es el viaje. El archivo es el mapa. Y el alma es la brújula.
Hay que tener coraje para no traicionarse. Para tomar decisiones que nos obliguen. Para usar siempre el mismo lente, si eso nos hace bailar distinto. Para elegir el silencio, si eso nos ayuda a mirar mejor. Porque en definitiva, lo que pavimenta el camino hacia una fotografía honesta —y quizá también hacia algo que podamos llamar éxito— no es otra cosa que eso: mirar con todo el cuerpo, escuchar el instinto y cuidar el bosque. Siempre cuidar el bosque.
Pequeña guía para cuidar el bosque
(o cómo afilar la mirada sin perder el alma)
Todo empieza con mirar. Pero no cualquier mirada: una que se entrena, que se afina, que se vuelve parte del cuerpo. Una buena forma de empezar es limitarse. Usar siempre el mismo equipo, el mismo lente, el mismo encuadre, la misma distancia. No para volverse técnico ni experto, sino para que el cuerpo aprenda. Para que caminar se vuelva baile. Para que la cámara no estorbe, sino que desaparezca. Solo cuando uno conoce sus herramientas puede dejar de pensar en ellas.
Después, cuando el cuerpo ya responde solo, se puede soltar. Cambiar de lente, de cámara, de formato. Pero ya no para probar todo, sino para jugar con sentido. La limitación, en cierto momento, es necesaria: te obliga a decidir, a recortar, a dejar de lado la ansiedad de las mil opciones. Y en ese recorte aparece la forma. Lo tuyo.
Salir a la calle con una idea también puede ayudar. Una forma de cazar, o mejor dicho, de recolectar. Un color, una silueta, un gesto, una sombra. Algo pequeño que te obligue a estar atento, a ver lo que normalmente pasa de largo. Pero sin cerrarse: la calle es caprichosa y hermosa, y hay que dejar lugar a los regalos. Lo inesperado es parte de la danza.
Elegir trabajar en blanco y negro o a color también puede ser un camino. No por estilo, sino por enfoque. Porque mirar en grises te enseña a ver volumen, textura, forma. Y mirar en color te obliga a componer con lo imprevisible. Cada decisión visual es también una decisión emocional. Y en los primeros pasos, decidir ayuda a contenerse. A no marearse en la edición. A ver más claro.
El archivo es tu espejo. Volvé a él seguido. Reuní las fotos que se hablan entre sí, que parecen estar hechas con el mismo pulso aunque hayan sido tomadas con años de diferencia. Ponelas una al lado de la otra. Miralas en silencio. ¿Qué están diciendo? ¿Qué dice de vos todo eso junto? Ahí, en ese murmullo, empieza la obra. Pensar en series, fanzines, libros. En una estructura que no encierre, sino que contenga.
Compartí con otros. Pero no solo en redes. Hablá con colegas. Mostrate. Miren fotos juntos. Pidan y den feedback honesto. De ese que a veces incomoda pero abre puertas. Lo que se dice en una charla íntima vale mucho más que cien corazoncitos digitales. El crecimiento necesita verdad, no aplausos.
Y cuando el trabajo empiece a tomar forma, imprimí. Tenelo en la mano. Colgalo. Pisalo. Pegalo en la pared. La fotografía también es materia. Se siente. Se toca. Y cambia cuando sale de la pantalla. Verla en papel revela cosas nuevas. Profundiza. Ordena. Y sobre todo, ancla.
No te olvides de disfrutar. A veces se confunde el goce con la euforia del click perfecto. Pero también hay disfrute en el proceso lento. En mirar sin apuro. En trabajar temas que duelen, pero que cuando se vuelven imagen, alivian. La fotografía puede curar. Puede ser refugio. Puede transformar lo más íntimo en algo que otro, al verlo, reconozca como propio.
Eso es construir un bosque. Cuidarlo es honrar lo que uno ve, lo que uno siente, lo que uno necesita decir. Porque tal vez no hay nada más importante que eso: que alguien se pierda en nuestras fotos, y en ese perderse, encuentre algo de sí.




Muy bueno Omar. Gracias por publicarlo.