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Enamorarse de mirar.

  • Foto del escritor: Omar Brest
    Omar Brest
  • 19 ago
  • 4 Min. de lectura

Hoy se celebra el día de la fotografía.

Casi doscientos años desde aquel primer destello que nos cambió la forma de mirar.


Y pienso: ¿cómo sería vivir sin esa máquina que atrapa pedazos de tiempo, que congela la respiración de un instante y lo deja flotando como si nunca se fuera a apagar?

Para muchos de nosotros ya no hubo vuelta atrás. Vivimos detrás del lente, con la piel pegada al vidrio, con la urgencia de mirar y dejar constancia.

Hay algo físico en todo esto, sí, pero también algo casi animal. Como si levantar la cámara fuera un ritual secreto: meter el rollo, cerrar la tapa, apoyar el ojo en el visor, hacer la mueca de cerrar un ojo y abrir la boca mientras la cabeza barre el horizonte buscando lo invisible. Esa magia torpe que nos seduce, esa sensación de que las cosas quizás sólo existen porque las miramos. Una cámara como brújula que apunta hacia lo imposible.


Cada quien guarda su historia: la primera vez que levantó una cámara, el instante en que ya no pudo soltarla, la certeza de que había encontrado una forma de narrarse. Algunos lo hacen desde el silencio de un estudio, otros necesitamos lanzarnos a la calle, donde todo vibra y se rompe. Salimos porque el cuerpo lo pide, porque la ciudad nos arde en las manos, porque caminar con una cámara es la mejor excusa que tenemos para estar vivos.

Y entonces pasan cosas mínimas y eternas: alguien que puede pasar tres horas mirando cómo la sombra de un edificio juega con un farol viejo en la calle Esmeralda, otro que persigue un color durante diez cuadras hasta que encuentra el fondo perfecto, alguien que busca en la cara de un desconocido una respuesta que sabe que jamás va a encontrar, y también ese que hoy se frustró porque todo le salió mal, porque todo le parece una mierda y se pregunta si tiene sentido seguir. Eso también somos. Eso también es fotografía.


Fotografiar puede ser tantas cosas como personas hay con una cámara colgada al cuello. Está el que se emociona como un chico cuando la luz rebota en una vidriera y hace que la calle entera parezca un escenario; el que se mete en un café sólo para esperar que alguien abra la puerta y entre el rayo de sol perfecto; el que se queda horas bajo la lluvia sólo para ver cómo un charco se convierte en espejo. Están los que disparan con la velocidad de un rayo y los que se toman todo el tiempo del mundo como si fueran pintores medievales. Cada gesto, cada manía, cada obsesión, habla de la misma enfermedad hermosa: enamorarse de mirar.

Hay algo entrañable en esas rutinas: perderse en un barrio que no conocías solo porque un olor a pan recién horneado te llevó por esa calle; sentarte en una esquina a fumar mirando cómo la gente pasa y pasa sin enterarse de que están siendo parte de tu película invisible; correr dos cuadras porque viste a alguien con un sombrero ridículo y necesitabas ponerlo contra el cielo gris de esa tarde. Son cosas simples, absurdas si querés, pero que nos llenan como si hubiéramos encontrado un secreto. Fotografiar es eso: estar dispuesto a enamorarse una y otra vez de lo cotidiano.


En realidad, ese enamoramiento no es nada nuevo. Los primeros fotógrafos también se quedaban embobados con la luz entrando por una ventana, con una mujer parada en la vereda, con un mercado lleno de frutas brillando al sol. Lo mismo que hacemos hoy, doscientos años después, con la misma intensidad y el mismo amor. No inventamos nada: seguimos buscando ese latido mínimo en lo cotidiano, seguimos cayendo en las mismas trampas dulces de siempre.

Porque lo cotidiano, cuando lo mirás con esa devoción, se transforma en obra. Un vaso de agua sobre la mesa puede ser un poema. Un perro durmiendo en la vereda se vuelve un manifiesto. Un grupo de chicos jugando a la pelota en una calle de tierra es un mural sobre la vida. Y esa obra, por más pequeña que sea, guarda dentro suyo algo mucho más grande: la memoria de un tiempo, de un modo de estar en el mundo.

Y ahí está lo hermoso: que aunque la pibita de veinte años se vista con la ropa de su abuela, aunque los filtros de moda intenten revivir colores pasados, esas costumbres, esos gestos, esas miradas, no vuelven. Lo que vuelve es la foto, y en la foto late todavía lo que ya no está. Somos testigos de lo efímero, de lo que se va y nunca regresa. Y ese testimonio es, quizás, el mayor acto de amor que podemos ofrecer.


Hoy es el día de todos y todas. Pero me pregunto: ¿qué le podemos pedir a la fotografía? ¿Acaso es justo exigirle algo a una práctica que nos da tanto sin pedirnos nada de vuelta? Veo a muchos sufrir porque no ganaron un concurso, una beca, un premio, porque esperan salvarse con esto, como si hubiera un dios secreto del lente repartiéndonos bendiciones.

La verdad es que la fotografía no prometió salvar a nadie. Lo único que nos da, si la dejamos, es un espejo brutal de lo que somos. No nos asegura fama, ni dinero, ni un asiento reservado en la eternidad. Lo que nos devuelve es otra cosa: la certeza de haber estado ahí, de haber respirado distinto, de haber caminado el mundo con los ojos abiertos aunque todo alrededor se derrumbara.

Y quizás lo más honesto sea no pedirle nada. No domesticarla. No buscar que nos dé lo que no puede. Dejarla ser misterio, dejarla ser excusa, dejarla ser esa grieta en el tiempo que nos invita a existir de otra manera. Porque al final, la fotografía es eso: un conjuro frágil contra la desaparición. Y en ese gesto, aunque nadie lo premie, aunque nadie lo celebre, estamos todos.


Hoy, simplemente, levantemos la cámara y agradezcamos que todavía podamos disparar. Porque algún día otros mirarán nuestras fotos como nosotros miramos las de los primeros, con esa mezcla de nostalgia y asombro, preguntándose cómo era vivir en un mundo que ya no existe. Y entonces entenderán que, aunque todo cambie, la necesidad de enamorarse de lo cotidiano sigue intacta.


La fotografía nos arranca suspiros por lo que se fue, pero también nos empuja hacia lo que vendrá. Tal vez ese sea su verdadero milagro: hacernos sentir que, aun sabiendo que todo desaparece, todavía vale la pena mirar.


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© 2025 por Omar Gustavo Brest. 

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