Habitar la calle
- Omar Brest
- 10 sept
- 4 Min. de lectura
El otro día vinieron a casa la amorosa gente de una revista a conocerme. No fue una entrevista, sino más bien un acercamiento para charlar de algunas cositas. Participé en una convocatoria con ellos sobre habitar el espacio y lo que eso significa, y lo relacioné con la fotografía de calle. Hubo algo ahí que, como siempre, me dejó pensando.
Cuando hablamos de fotografía de calle resulta imposible no hablar de habitar el espacio. Somos fundamentalmente un ente que camina, pasea, vaga y recorre el ambiente, registrando por amor, por odio o por simple curiosidad, habitando como uno más. Aunque esto último quizás no es tan cierto. Porque no somos simplemente uno más: somos quienes guardamos la memoria colectiva, los que levantamos del suelo fragmentos irrepetibles de una ciudad que nunca frena. Compartimos nuestra mirada con el otro, con aquel que es espectador de la historia que construimos con las imágenes, y desde ahí lo invitamos a habitar, aunque sea en la distancia, este espacio que también es suyo.
Habitar, al fin y al cabo, es compartir. Es aceptar que el espacio público nunca es del todo nuestro, pero tampoco nos es ajeno. Es un terreno donde lo íntimo se mezcla con lo común, donde lo privado se filtra en lo expuesto. En la fotografía de calle ese límite se vuelve todavía más difuso: cuando apretamos el obturador decimos que este instante, aunque no me pertenezca, merece quedar guardado. Porque necesitamos registrar el paso del otro por nuestras vidas y la huella que deja en la casa común. Y porque, en el fondo, fotografiar en la calle es reconocer que lo que soy también está hecho de lo que otros fueron frente a mí.
A través de la fotografía —y más hoy en día, desde la virtualidad— se abre un juego extraño: contar historias y mostrarlas, sabiendo que al compartirlas dejamos de ser dueños de lo que vimos. Todo aquel que vea las fotos automáticamente está habitando digitalmente ese espacio común. Puede sentir cómo suenan las veredas, cómo respiran las paredes, cómo juegan las luces y las sombras a cierta hora, cómo arden los ojos de los transeúntes.
Y aparece, entonces, otra capa del asunto: así como hoy nosotros miramos fotos viejas para intentar entender cómo era nuestra ciudad, quizás alguien más, en un futuro —o incluso ahora mismo— pueda mirar nuestro trabajo con la misma necesidad. Capaz una foto nuestra sea el primer impulso para que alguien decida venir a caminar Buenos Aires, o para que entienda cómo latía la ciudad en un momento determinado. Nunca lo vamos a saber, o tal vez sí. Y esa incertidumbre también es parte de la carga: lo que registramos no solo habla de nosotros, sino también de lo que otros llegarán a imaginar, sentir o proyectar sobre esta ciudad. En esa grieta se cuela la responsabilidad: no como un peso solemne, sino como la consciencia de que cada imagen es una puerta que alguien puede abrir para habitar lo que vimos.
Con nosotros, los que vagamos y respiramos el espacio público, pasa que seguimos siempre nuestro instinto. Conocemos al elenco callejero, y ellos nos conocen a nosotros. De a poco dejamos de ser simples caminantes anónimos para transformarnos en parte del patrimonio invisible de la ciudad. Sin títulos, sin reconocimientos oficiales, pero con cámaras, con ojos, con la vida puesta en las calles donde sentimos que pertenecemos.
Habitar es estar, es involucrarse hasta la médula con nuestras calles. Y esas fotografías son nuestra marca: momentos compartidos que sabemos únicos, pero que se replican en los ojos de miles. Por unos segundos, el que ve nuestras imágenes se convierte también en parte de ese habitar. Por eso la fotografía de calle nunca es un acto menor: cada vez que levantamos la cámara decidimos qué mostrar y qué dejar afuera. Y ahí hay algo íntimo, casi brutal: la constancia y la impronta que forjan nuestra mirada, pero también la responsabilidad de saber que estamos invitando al otro a caminar con nosotros, aunque sea desde la lejanía.
Y a partir de ahí, inevitablemente, aparece la pregunta por el tiempo. A veces, mientras camino, me descubro imaginando cómo habrá sido Buenos Aires hace cincuenta o cien años: las luces, las veredas, las gentes. Para eso está la fotografía: para darnos el lujo de ese viaje imposible. Jugar con la luz y con el tiempo es la forma más cercana que tenemos de domar la nostalgia, de intentar controlar aunque sea un instante que se escapa. Y ese juego es legal, incluso necesario: capturar la fracción de segundo que no volverá, desear retroceder cinco segundos, o adelantar cinco más mientras esperamos a la persona correcta. Habitar la ciudad es también vivir en todas sus líneas temporales, como si pudiéramos doblarlas con el pensamiento y hacerlas chocar en un mismo punto.
En el fondo, todo es eso: un juego con la luz, con el tiempo, con la memoria. Y en medio del juego, la vida se cuela sin pedir permiso: la risa de un pibe, el abrazo de dos desconocidos, un perro que cruza la calle con la calma de un maestro zen. Todo eso es habitar. Todo eso es fotografía de calle. Todo eso es Buenos Aires multiplicándose en todas sus dimensiones, respirando en cada sombra que regala.
Y quizás de eso se trate al final: de aceptar que no hay un solo tiempo ni un solo modo de estar. Que cada paso es un universo y cada foto un agujero diminuto en la pared del tiempo. Que mientras caminamos habitamos tanto lo que fue como lo que ya no será, y que en ese punto exacto donde el obturador se cierra, aunque sea un segundo, tenemos la ilusión de haberlo entendido todo.
Si alguna vez te cruzás con una de mis fotos, pensá que estuviste ahí conmigo, aunque nunca hayas pisado esa vereda. Que caminamos juntos, aunque en distintos cuerpos, aunque en distintos tiempos. Eso es lo que me sostiene: saber que al abrirte la puerta de mi mirada, vos también habitás la ciudad conmigo. Y que, aunque después todo se disuelva, ese instante nos pertenece a los dos.




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