La Ciudad como espejo
- Omar Brest
- 20 may
- 3 Min. de lectura
La ciudad es más que un lugar que habitamos: es un espejo inmenso donde, si miramos con atención, podemos ver mucho más que su reflejo. Vemos lo que somos, lo que fuimos, lo que no queremos admitir. Sus esquinas desgastadas, los carteles despegados, las ventanas que se encienden una a una al caer la tarde, todo eso nos contiene.
En sus muros se acumulan las marcas de una historia que no cesa, escrita por miles de voces, pasos, silencios. Caminamos sobre capas superpuestas de vida, casi sin notarlo, y sin embargo, cada paso deja también una huella.
La ciudad, como los sueños, está hecha de fragmentos. Fragmentos de memoria, de rutina, de encuentros fugaces. No es la misma para todos: cada uno la recorre con su mirada particular, guiado por su historia, por su herida, por su deseo. La fotografía de calle nace de esa necesidad de mirar —pero también de entender—, de la urgencia de detener algo que ya se está yendo. Y en esa pausa, en esa imagen suspendida, tal vez podamos encontrar un eco de nosotros mismos.
Ahí están los grandes nombres que abrieron camino con sus maneras de ver: Saul Leiter y sus ventanas veladas por la lluvia, donde el color se disuelve como un susurro. Lee Friedlander, y su uso del reflejo y la sombra para hablarnos de lo que no se muestra directamente. William Klein, con su mirada cruda y visceral, casi violenta, que rompe la distancia entre la ciudad y el fotógrafo. Y Daidō Moriyama, con su grano feroz y sus contrastes radicales, como si la ciudad doliera tanto como sedujera.
Cada uno encontró su forma. Cada uno leyó su ciudad con una voz visual irrepetible. Porque no hay una sola manera de mirar, como no hay una sola forma de estar.
La ciudad me abrió sus puertas hace ya algunos años. Me ofreció caminos, pero también heridas. Me empujó a reconocer que formo parte de algo más grande que yo. Me enseñó que no puedo ser indiferente a mi lugar dentro del gran cuerpo colectivo. Me mostró que contar lo propio es también una forma de honrar lo ajeno, que narrar nuestras experiencias puede tender puentes invisibles hacia otros que viven realidades distintas. Aprendí a ver más allá de lo inmediato, a oler una ciudad ajena a miles de kilómetros de distancia. Eso es lo que tiene la fotografía: no importa dónde estés, siempre podés encontrar un fragmento de humanidad que te recuerde a vos mismo en otra vida, en otra calle. Y esa conexión, esa ráfaga de empatía, es lo que más me conmueve. Porque la fotografía de calle no es solo estética o composición: es una herida abierta que no cierra nunca, una necesidad constante de entender por qué seguimos caminando, sobreviviendo un día más para contar lo que vimos, para contar quién fuimos.
Antes de narrar, hay que desarmar. Ir capa por capa, como quien pela una cebolla o remueve la tierra para encontrar algo perdido. Hay que observar sin prisa, registrar sin certezas, dejar que la intuición marque el ritmo. Fotografiar no solo lo que está, sino lo que vibra detrás de lo visible. Buscar lo que nos conmueve en un nivel íntimo, sin imposturas. Y entonces, empezar a preguntarnos: ¿cuál es mi voz en todo esto? ¿Qué quiero decir con estas imágenes? ¿Cómo las conecto entre sí para construir sentido?
No hay fórmulas. No hay garantías. Solo el intento. Y en ese intento, algo se revela. Como los niños que lo preguntan todo, nosotros también necesitamos interrogar el mundo con ojos nuevos. A veces, la respuesta tarda. A veces no llega. Pero hacer —intentar— ya es en sí un modo de avanzar.
Capa tras capa, la ciudad irá revelando sus secretos. Y nosotros, cámara en mano o simplemente con los ojos bien abiertos, seremos testigos y autores. Reinterpretaremos lo que vemos. Le daremos un nuevo peso. Añadiremos nuestras propias páginas a ese gran libro compartido que es la historia colectiva.
Porque al final, contar es también pertenecer. Mostrar es también conmoverse.
Y la ciudad, ese espejo inmenso, siempre devuelve algo más que una imagen: devuelve una posibilidad.










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