Las Calles que no existen.
- Omar Brest
- 28 ene
- 3 Min. de lectura
Las calles que no existen siempre tienen el mejor alumbrado. Allí, donde los mapas callan y el GPS sólo ofrece un silencio azul, algo brilla con intensidad. Las sombras de esas farolas imaginarias tienen forma de cuentos sin escribir, de reflejos que no se reflejan en el vidrio, de un algo que el ojo capta pero el cerebro rehúsa procesar. Y ahí, en esos rincones imposibles, es donde empieza la verdadera fotografía.
Había una tarde —quizás el tiempo también se curva aquí— en que me aventuré a fotografiar lo que no estaba. Caminé por calles que doblaban en ángulos que desafiaban cualquier geometría aprendida en la infancia. A cada paso, sentía la textura del pavimento bajo mis pies, aunque al mirar hacia abajo, sólo había polvo estelar y un tenue eco de mi sombra. Cargaba mi cámara como quien lleva una llave mágica, ansioso de abrir puertas que no existían.
Los reflejos fueron los primeros en rebelarse. En el escaparate de una tienda cerrada desde hace décadas, vi a un hombre que no era yo. Sujetaba una cámara idéntica a la mía, pero sus ojos tenían el color de un ocaso que yo nunca había visto. Me saludó con una inclinación de cabeza, y el vidrio vibró como si quisiera romperse. Tomé la foto, pero al revisarla más tarde, sólo había un perro sentado frente a la puerta, mirando un lugar donde ya no había nadie.
De vez en cuando, el espacio mismo se fracturaba. Caminaba por una calle bordeada de árboles, y al dar la vuelta a una esquina, me encontraba en el mismo lugar, pero bajo una lluvia que no había comenzado a caer. Cada gota era como un destello de luz atrapado en el aire, y cuando traté de capturarla, la cámara no reaccionó. Era como si el agua se hubiera vuelto un lenguaje que mi tecnología no podía traducir.
No obstante, la cámara no era inútil. Había algo que sí podía capturar: los vestigios de los que habían caminado esas calles imposibles antes que yo. Cada disparo revelaba figuras que no estaban allí a simple vista: una mujer con un paraguas roto mirando el cielo sin estrellas, un niño con un globo que parecía flotar en un viento que yo no podía sentir. Eran ecos de un pasado que tal vez nunca ocurrió, o quizás destellos de futuros que todavía no habían llegado.
En uno de esos disparos, apareció una palabra escrita en la pared de un callejón: "Quiebre". No la había visto antes. Era como si la cámara, en su obstinada forma de entender la realidad, me estuviera dando instrucciones. Al caminar por ese callejón, las paredes comenzaron a cerrarse a mi alrededor, los ladrillos parecían respirar. Sentí una urgencia, una necesidad de seguir adelante, de no detenerme a pensar. Cada paso era un susurro, una invitación, una advertencia.
Al final, llegué a un portal que no existía. Era una simple puerta de madera, desgastada, con una manija que parecía fabricada de la misma materia que los sueños. La abrí. Lo que vi del otro lado no puedo describirlo con palabras; ni siquiera las imágenes capturadas por mi cámara hacen justicia. Era un lugar que no era un lugar, un tiempo que no era un tiempo. Todo se movía y, sin embargo, todo estaba quieto. Sentí que algo me miraba desde el otro lado del lente.
Regresé de ese viaje con menos fotos de las que habría querido, pero con más preguntas de las que podría responder en toda una vida. Las calles inexistentes, los quiebres del espacio y del tiempo, los reflejos rebeldes... todo ello me llevó a una conclusión inevitable: la fotografía no es un acto de captura, sino de exploración. No se trata de retener lo que vemos, sino de invitar a lo que no entendemos a entrar en nuestro marco.
Así que, si alguna vez caminas por una calle que no está en el mapa, si ves algo en el reflejo que no está en el mundo, o si el espacio se quiebra justo frente a tus ojos, no huyas. Toma tu cámara, tu cuaderno o lo que tengas a mano, y sigue adelante. Quizás el universo sólo esté esperando que alguien lo fotografíe para existir.




buenisimo!!