Los primeros hechizos
- Omar Brest
- 7 may
- 3 Min. de lectura
La primera vez que toqué una cámara, el mundo no cambió. No hubo destellos, ni música celestial. Pero algo —algo muy pequeño, como un murmullo dentro de una cueva inmensa— se encendió en mí. No sabía que, años después, ese instante se volvería una raíz. Ahora que miro hacia atrás, el recuerdo no es nítido. Es viejo, polvoriento, como una postal olvidada en el fondo de un cajón, con bordes gastados y colores vencidos por el sol del tiempo. No sé cuántos años tenía, apenas un niño. Pero puedo sentirlo aún: el cuerpo frío y metálico de aquel artefacto dormido, heredado por generaciones, como si fuese un talismán sagrado que había pasado por las manos de mis abuelos, dormido en un placard, esperando.
Jugaba con ella como quien juega con el destino. Giraba la ruedita hasta que el clack sonaba como un trueno pequeño. Miraba por el visor amarillento, buscaba. Click. Click. Click. Apretaba el botón con la solemnidad de un ritual antiguo. Lo que veía —una silla, una sombra, un rostro distraído— se convertía en posibilidad. En hechizo.
Quería ver las caras. Las sonrisas. No las imaginadas, sino las verdaderas, esas que brotaban cuando alguien abría la valija negra de cuero agrietado donde dormían las fotos viejas. Las risas se derramaban como vino bueno. Había magia en eso. Pero entonces venía la voz que decía: "A la mesa, hay que comer", y el hechizo se deshacía.
Mucho más tarde, muchos soles después, volví a encontrarme con la fotografía, disfrazada esta vez de píxeles y pantallas sucias. No era lo mismo. No había ruedita, ni visor, ni botón con resistencia de tiempo real. Solo una pequeña ventana digital que mostraba el ahora, crudo, sin nostalgia. Y aun así, había algo. Seguía sintiendo la necesidad de guardar momentos, como quien atrapa mariposas para entender el viento. Miraba la autopista desde el colectivo que me traía de vuelta a casa, con la cabeza apoyada contra el vidrio y los árboles haciendo líneas veloces que me contaban secretos. Yo era, por un rato, un mago del tiempo. Uno moderno, limitado por la batería.
Hay momentos que nos nombran. Momentos canónicos, donde algo interno se pliega, se retuerce, se abre y de ahí nace otra cosa. Un yo distinto. Más rico. Más despierto. La fotografía, para mí, está hecha de esos momentos. Fragmentos de eternidad. Sombras detenidas. Luces que no quieren morir. Algunas viven en discos duros. Otras, en papeles empapados en plata y química. Las más importantes viven en mi alma.
Mis primeras fotos eran hechizos torpes. Conjuros mal pronunciados. Un desastre. Pero eran míos. Y ahora que los veo, algo en mí se quiebra con ternura: eran los balbuceos del brujo que yo quería ser. El que jugaba con la ruedita y soñaba con detener el mundo en un rectángulo.
Hoy esos fragmentos se acumulan. Son ladrillos de una torre invisible. La recorro con los ojos pero la siento con el pecho. Y si me pregunto cómo llegué hasta acá, hasta este instante en que escribo y respiro y soy, la respuesta no está en una línea recta, sino en una red viva de vínculos: lo que hice de mi vida, lo que la vida hizo conmigo, lo que hice con los otros, lo que los otros dejaron en mí. La fotografía me devuelve todo eso. Es un espejo que no miente. Te muestra el rostro, el alma, las raíces, las alas. Te dice quién fuiste, y en un susurro, quién podrías llegar a ser.
Este lenguaje de imágenes es mi voz más sincera. Las palabras a veces me fallan, me tropiezan en la boca, me hacen tartamudear. Pero cuando tengo la cámara en las manos, hablo. Hablo con la fluidez de alguien que lleva siglos diciendo lo mismo en distintos idiomas. Me reconozco en lo que veo. Me descubro. Me revelo.
Esos pequeños aparatos mágicos me dieron un lenguaje. Me dieron un hogar. Y en cada imagen que capturo, sigo siendo ese niño que gira la ruedita, pega el ojo al visor y sueña. Porque todavía quiero ser eso: un mago que conjura la luz y le da forma al tiempo.










GRANDE BREST! SIEMPRE ADMIRE TU SENSIBILIDAD! SALUDOS AMIGO! atte: sorci