No siempre aparece la maderita
- Omar Brest
- 7 ago
- 4 Min. de lectura
Hace meses —o siglos, o un parpadeo, la verdad es que no tengo idea— vengo flotando en una especie de limbo. Un espacio intermedio entre todas las cosas que fui y las que todavía no termino de ser. Como si estuviera metido en una cápsula gelatinosa, translúcida, atravesando capas del espacio-tiempo, viendo mi vida en tercera persona mientras suena una musiquita lo-fi y alguien me entrevista desde un universo paralelo.
No sabría decir cuándo empezó todo esto. No hubo un big bang ni una epifanía ni un quiebre dramático. Simplemente un día me desperté y empecé a vivir en esta frecuencia rara. Generalmente la fotografía era mi forma de traducir este viaje interdimensional, mi forma de hacer visible lo invisible, de bajar la data cósmica a este plano donde la gente compra pan y discute por WhatsApp. Pero últimamente ni siquiera eso me está saliendo. Siento que mis ojos están un poco dormidos, o como si alguien me hubiese bajado la perilla del entusiasmo. No veo igual. No vibro igual. Y eso me asusta.
Tal vez le aposté demasiado a la imagen. Como si fuera una tabla flotando en el medio del océano cuántico. Una madera a la deriva, de esas que aparecen justo cuando pensás que ya fuiste. Te aferrás con todas tus fuerzas, mojado, roto, delirante, pero vivo. Y agradecés. Porque esa tabla te permite seguir sintiendo. Seguir viendo belleza en el caos.
Durante un tiempo, funcionó. La fotografía me dio todo. Amistades que son como estrellas viejas, de esas que todavía brillan aunque ya hayan muerto. Amores inesperados, pasiones repentinas. Cosas que llegaron como un tecito con miel en medio de una fiebre existencial. Nunca me quejé. Lo disfruté con todo. Pero ahora siento que la suerte cambió.
Y cuando uno empieza a “perder”, cuando la sintonía se va al carajo, es como si el bosque se llenara de niebla. Ya no ves el sendero, ni los árboles, ni tus propias manos. Sólo escuchás ruidos lejanos, latidos que no sabés si son tuyos o del universo. Y te perdés. El mismo bosque que antes te abrazaba ahora te muerde los tobillos. La misma luz que antes guiaba tus pasos ahora parece burlarse, escondida atrás de cada rama.
Pero siempre supe que la derrota viene en el mismo pack que la victoria. Que son hermanas siamesas nacidas de la misma madre loca. Lo difícil es esto: ¿cómo se vuelve al camino cuando el océano no te tira ni una maderita para agarrarte? ¿Cómo carajo se avanza cuando tu nave dejó de responder al GPS emocional?
Entonces, el otro día, en un acto desesperado, encendí la cámara. Un poco como quien prende una vela en medio del apagón, con esa fe ilógica de que algo mágico pase.
Y pasó.
Un humo azul salió de la pantalla de la Ricoh. Empezó a flotar en espiral como un espíritu con resaca y ojeras cósmicas. Me miró con cara de “¿otra vez vos?” y habló:
—¿Qué necesitás ahora?
—No sé... —le dije—. Volver a sentir algo. Volver a ver. Volver a querer salir a la calle con vos.
—Mirá, te voy a ser sincero —dijo mientras se limaba las uñas con un filtro ND—. Estoy ocupado. Estoy en todos lados. Estoy en cámaras de turistas japoneses, en celulares de adolescentes tristes, en Polaroids de cumpleaños que terminaron mal. No puedo estar todo el día acompañándote como un Pokémon emocional. Arreglate.
—Pero sos mi espíritu. Sos la chispa. Sin vos...
—¡Nah! Ese es el problema. Dependés demasiado. Y yo no soy exclusivo, ¿sabés? Habito todas las cámaras. No soy tuyo. No soy de nadie. Soy como el Wi-Fi: a veces anda, a veces no. A veces te conecta con algo hermoso y a veces con una cachetada en 4K. Aprendé a no esperarme siempre. A veces la magia está en el silencio. A veces no hay señal, y está bien.
—Entonces... ¿qué hago?
—No sé. Dibujá. Llorá. Leé a Bolaño. Mirá hormigas. Hacé pan. El arte no es una línea recta, flaco, es un fractal que a veces parece un espiral descendente. Pero después remonta. Siempre remonta. Y si querés, anotate en el programa premium: Fotografía+, trae musiquita de fondo, voz en off de Werner Herzog y un editor que te dice que sos brillante aunque no lo seas.
—¿Y dónde me anoto?
—En la lista de espera —me guiñó un ojo—. Ya no hay cupos. Y no insistas.
Y se desvaneció. Como todo lo real.
Ahí me quedé, solo con la cámara encendida, sin ninguna epifanía, pero con una especie de sonrisa idiota. Tal vez no necesito que todo me hable todo el tiempo. Tal vez el silencio también es una forma de presencia. Tal vez el espíritu sigue ahí, aunque no me esté mirando.
Hoy miro la cámara sobre la repisa. No me llama. No me seduce. No me invita a jugar. Y sí, eso duele. Pero aprendí que el dolor también enseña. A veces es el maestro más loco y más sabio. Ese que te habla en lenguas raras, te pone incómodo, pero te deja una semilla.
No sé cuándo va a germinar. Pero la llevo conmigo.




Comentarios