¿Para quién hacemos lo que hacemos?
- Omar Brest
- 14 jul
- 5 Min. de lectura
A veces pienso que esta pregunta se responde sola. Que lo que hago, lo hago para mí. Para sobrevivir. Para entender. Para desarmarme y volver a armarme en pedacitos de luz. Pero si fuera sólo para mí, ¿por qué entonces imprimo fotos, las subo, las muestro, las ordeno en series, las acompaño con palabras, las comparto? ¿Por qué insisto en hablarle a alguien que tal vez nunca me escuche? ¿Por qué me importa cómo se presenta mi obra? ¿Por qué me importa quién la mira?
La verdad es que también lo hago para otro. Para ese otro que un día se para frente a una foto y encuentra en ella algo que le devuelve una pregunta, una emoción, una memoria, un suspiro. No hago fotos para complacer, pero tampoco para esconderme. Y ese otro, ese que mira, merece algo más que imágenes sueltas flotando en el vacío. Merece un puente. Y a veces, ese puente son las palabras.
No las grandes palabras. No la jerga académica ni el palabrerío de salón. No ese texto que busca impresionar más que comunicar. No. Las palabras simples. Claras. Humanas. Que hablen como quien ofrece la silla más cómoda de su casa y dice: “Mirá, esto soy yo. Así veo. Así siento. Estas son mis preguntas.”
Hace poco fui a una muestra en una de las fotogalerías más conocidas de Buenos Aires. Tenía ganas. Tenía tiempo. Llegué con los sentidos abiertos. Y lo primero que me encontré fue un texto de sala. De esos que parecen escritos no para acompañar la obra sino para demostrar que el que lo escribió leyó muchos libros y sabe muchas palabras difíciles. Cinco renglones y ya estaba perdido. El texto daba vueltas como perro buscando acomodo, para decir algo que en realidad era simple. Me hizo ruido. En vez de acercarme a la obra, me alejó. Empecé a cuestionar si el texto hablaba de las fotos o del curador. Y cuando lo dejé de lado y busqué algo más directo, algo que me contara sobre la autora, me encontré con una bio fría: nombre, estudios, premios, becas. Nada más. Nada que me permitiera saber quién era esa persona que había estado detrás del lente. Qué la empujó a hacer esas fotos. Qué quería contar.
Y ahí entendí otra vez lo importante que es cómo nos presentamos. Que cuando alguien se acerca a nuestro trabajo, tiene derecho a conocernos un poco más. A entender, aunque sea con lo justo, con lo mínimo necesario, desde dónde estamos hablando. No se trata de contar toda la vida, pero sí de tender la mano. De decir: “esto lo hice yo, con estas manos, con estos ojos, con estas heridas.” No para caer en la autoficción marketinera, sino para permitir que la obra se abra como una puerta, no como una muralla.
Porque uno también tiene que ser espectador de lo que hace. Tiene que poder explicarse a sí mismo. Tiene que poder contárselo a su abuela, incluso cuando ella ya no pueda ver ni de cerca ni de lejos. Tiene que dejar el ego de lado y preguntarse: ¿estoy diciendo lo que quiero decir, o sólo quiero sonar interesante? ¿Estoy incluyendo o estoy dejando afuera?
Y si alguna vez decidimos que otra persona escriba por nosotros, un curador, un crítico, un editor, también ahí hay que estar atentos. Porque no todo texto vale. Porque si el lenguaje que se elige es más una barrera que una invitación, entonces estamos fallando. No se trata de simplificar en exceso ni de subestimar a nadie. Se trata de llegar. De ser honestos. De no disfrazar lo humano con disfraces de estatua.
Porque al final, los artistas también somos personas. De carne y hueso. Hechos de días buenos y de días donde no queremos salir de la cama. Hechos de dudas, de intentos, de cosas que no salen y de otras que salen sin querer. No somos dioses. No somos figuras inalcanzables. Y tampoco hace falta fingirlo.
Hacemos lo que hacemos porque necesitamos hacerlo. Pero también porque alguien, en algún lugar, puede necesitar verlo. O leerlo. O simplemente sentir que no está solo. Y para eso, hay que caminar con los pies en la tierra, con las manos en el barro si hace falta, y dejar de aspirar al mármol del Partenón. Que eso lo ocupen quienes realmente trasciendan. Nosotros, mientras tanto, sigamos haciendo. Con honestidad. Con ternura. Y con la palabra al alcance de todos.
Hace unos meses me anoté en uno de esos cursos online que te llegan por el algoritmo como una piedrita en el zapato. No sé por qué lo hice. Supongo que por la anécdota. Casi sin esperar nada —algo que últimamente me pasa con todo—. No es que no me importe, al contrario. Es que estoy atravesando un largo periodo de desilusión, de esos que te vacían por dentro pero también te limpian el ruido. De todos modos, eso ahora no es lo central.
Lo central es que el taller lo daba Marina Cisneros y que en uno de los encuentros se puso sobre la mesa esta pregunta: ¿cómo acompañamos nuestras obras? ¿Qué hacemos con lo que las rodea, con los textos, con la forma en la que nos presentamos al mundo? Y ahí me cayó una ficha que venía esquivando.
Porque muchas veces creemos que la obra es lo más importante. Que alcanza con hacer. Con disparar. Con mostrar. Que todo lo demás es “extra”. Pero no. Marina lo dijo con una claridad que me desarmó: “Si no sabés presentarte, es como si tocaras una canción hermosa sin decirle al público en qué idioma está cantada.” Algo así. Y tenía razón.
Nos enseñan a producir, a editar, a conceptualizar. Pero rara vez alguien nos enseña a contarnos. A hablarle al otro sin disfraz. A decir “esto soy” sin escudos ni adornos. A poner palabras que acompañen, que no apaguen ni opaquen la obra, pero que abran camino. Marina se encargó de eso. De abrir algunas puertas que ni sabía que estaban cerradas. O que directamente no sabía que existían.
Y me dejó pensando.
Pensando en cómo muchas veces, cuando mostramos lo que hacemos, fallamos en lo más simple: en permitir que el otro nos encuentre. Que nos lea, que nos intuya. Que nos reciba como quien recibe a alguien que llega empapado de una tormenta.
Tenemos que poder ejercitar esa parte. La de narrarnos. La de nombrarnos. La de acompañar nuestras imágenes con una voz que no sea prestada ni forzada. Una voz que venga desde adentro, pero que no se encierre. Que invite. Que incluya. Que se entienda.
Porque no sabemos quién va a pararse frente a nuestras fotos. Puede ser alguien que ama la fotografía o alguien que entró de casualidad a una muestra mientras esperaba a una amiga. Y si esa persona se va con algo nuestro, aunque sea una mínima sensación, entonces valió la pena. Porque en definitiva, de eso se trata todo esto: de dejar una marca.
De ofrecer un pedacito de lo que somos. De decir “estoy acá” sin necesidad de gritar.
Les dejo el link para conocer otras cositas de Marina Cisneros y su Plataforma Rara. Gestión cultural y fotografía artística contemporánea | Marina Cisneros https://www.plataformarara.com/ www.instagram.com/soymarinacisneros
Kommentare